domingo, 8 de noviembre de 2020

Post tenebras lux: La ascención.

*** Somos así, contradictorios constantemente. Eso que un día juramos que jamás haríamos, al otro, lo abrazamos fervientemente, como lo hacen los conversos. Nada es para siempre, descubrí a mi edad, que no es mucha ni poca, sino que es suficiente. Nada dura para siempre, ni siquiera ese amor de tu vida que se suponía indestructible, que era mucho más que un imperio. A mí me pasó… ese amor único que duraría mil vidas, ese amor tan potente que jamás había sido escrito, ese amor quedó en la nada, se volvió arena como la tumba de aquel rey lejano evocado por Shelley y por Smith. Tuve un amor así, un amor invencible, un amor con ojos color café que dos veces me pidió que no la odie y que nunca la olvide; una dulzura que desde hacía cinco siglos repetía mis propias palabras que decían que lo nuestro era único. La realidad es que María me había engañado con su propio marido. Lo próximo que hice fue abandonarme y flotar en mis pensamientos: a ella, a María, la solté como a un bote en un río, y durante un tiempo lo único que quise fue olvidarla. Ahora entiendo la real importancia de mi soledad; me obligó a reflexionar con profundidad, con la seriedad de quién sabe que se estaba jugando la vida en comprender con exactitud que se esconde detrás de las tinieblas. *** Ya dije que nosotros los humanos somos una contradicción caminante, constante, continua. Y no solo eso, además cada uno de nosotros, dadas determinadas condiciones podría haber resultado muy diferente a lo que somos el día de hoy. La vida nos sucede en medio de infinitas creaciones mentales, de especulaciones insensatas e infundadas. De un lado para el otro nos lleva nuestro cerebro de mono, saltando, asumiendo, inventando, trayendo, llevando, rompiendo, imaginando. Así es la realidad que percibimos en nuestras cabezas. Y el partido de la realidad se juega ahí, entre una oreja y la otra. ¿Pero, si soy tan cambiante, si nada es para siempre, entonces, yo que soy? ¿Dónde está radicado mi ser, cuál es mi esencia? Pregunta rara, con muchas respuestas. Algunos afirman que si existe la conciencia, esta podría estar radicada en un campo electromagnético alrededor de nuestro cerebro, es decir, la conciencia sería externa al ser humano. Eso no es tan extraño cuando hay otros que afirman que el corazón es un órgano con una capacidad escondida de percepción, es decir, que percibe sensiblemente más allá de lo que percibe nuestro cerebro. Personalmente, creo en esas dos alternativas. *** Vivimos en el medio de creaciones ilusorias, de una enorme cantidad de sentimientos. Pero la realidad es que esos sentimientos pueden considerarse la mezcla en distintas proporciones de los cuatro sentimientos esenciales, primitivos: me gusta, no me gusta, me excita, me da paz. De la mezcla de esos cuatro nace una enorme paleta de colores y con eso hacemos un desastre, salimos a pintar todas las paredes. Esas cuatro sensaciones primitivas son generadas por estímulos químicos, son procesos biológicos y por lo tanto son estímulos reales. Las leyes de la física y los fenómenos químicos son reales, el resto es ilusorio. Tan ilusorio es el resto que esta mesa sobre la que escribo, y que percibo como sólida y quieta, en realidad está compuesta a nivel atómico mayoritariamente por espacio vacío y en movimiento constante. Lo mismo pasa con la birome, con la tinta azul, con el papel y con el teclado de la computadora con el cual más tarde voy a volcar esto que escrito en una computadora. Ceros y unos. Yo mismo soy ilusorio, me percibo sólido pero estoy vibrando. Y seguiré vibrando cuando muera, y posiblemente con el cese de mi pulsión vital, mi conciencia quede liberada, flotando hacia una gran conciencia cósmica, como otra barca liberada en otro río. *** Las construcciones éticas, sociales, morales, religiosas, sociológicas, jurídicas, artística, por citar algunas, son solamente convenciones sin fundamento científico. Podrían ser exactamente al revés o al costado de lo que son. El problema es pensar que esas construcciones de la mente son una ley de la naturaleza, física o química. Cómo me preguntó una psicóloga alguna vez: ¿quién dice como hay que vivir? ¿Quién dice cómo hay que amar? El ser humano es un ente biológico complejo, y todas las reacciones químicas, eléctricas y físicas que se producen en su interior son verdaderas. Todo lo que el ser humano percibe, nuestra comprensión de las cosas, la forma en que las procesamos, la infinidad de pensamientos que tejemos a nuestro alrededor, desde el pasado y hacia el futuro, que nos llevan rebotando de una especulación a otra, todo eso es un unicornio seductor pero imaginario. ¿Dónde estoy yo en el medio de todos esos pensamientos? Muy simple, no estoy, no soy como creo que soy, no existo como creo que existo. Ni siquiera hay un pensador, solo hay un montón de reacciones químicas, en nuestro cerebro, que nos dan la ilusión de un yo. Un yo que disecado carece de forma precisa, un yo que podría haber sido muy diferente en otras circunstancias, un yo que puede cambiar de un día al otro. Si ese yo es corrido suavemente, entonces solo queda la realidad desnuda, desprovista de cargas subjetivas, desprovista del lastre que roza con todo, del lastre que fricciona y nos limita. Ese yo fue formateado desde el principio de nuestra vida, en pequeños surcos químicos de nuestra memoria neuronal: me gusta, no me gusta, me excita, me da paz. Volvemos una y otra vez a esas huellas químicas confortables y cálidas, que asociamos al placer y a la contención desde nuestros primeros años. Esas huellas resultan un excelente refugio contra el horror al vacío. No hay mucho más que eso, que una búsqueda refleja, secreta, de esas huellas químicas que guían nuestra conducta desde chicos. Cuando entendemos eso, las puertas de la real percepción se abren y ni siquiera arden. No hay sonido, no hay aplausos. *** Días atrás cuando me estaba por sentar a meditar, en el preciso instante en que mi mano tocó la ventana que da al balcón, experimenté una epifanía. Me quedé inmóvil ante lo que estaba comprendiendo, no tuve ninguna sensación particular, sino la convicción de estar experimentando una verdad. Con la fuerza de un rayo vi al ser humano como cualquier otro ser, como una medusa que flota en la vastedad del universo, con un instinto innato a preservar su carga genética y con una enorme necesidad de generar un sustento afectivo. A nosotros los humanos, nos gusta crearnos vínculos, sentirnos rodeado de ideas, vagar en medio de especulaciones y conceptos, construyendo ideas. Estiramos los tentáculos afectivos hacia otros seres humanos, hacia mascotas, hacia situaciones o lugares. Todo vale para evitar sentirnos solos en el universo. No somos consientes de hasta que punto actuamos por actos reflejos. Vivimos en tinieblas. Somos máquinas, pobres máquinas ciegas a la realidad. No es malo vivir en tinieblas, cada cual puede elegir vivir como quiere, siempre que sea una elección. ¿Pero esas tinieblas hacia donde nos llevan? Creo que mayormente hacia la angustia y la ansiedad, que rápidamente se transforman en sufrimiento y dolor. Y eso se debe a que le otorgamos a construcciones que en realidad son inexistentes y etéreas, la calidad de inalterables y sólidas. Tal como si se tratara de principios físicos o químicos reales. En esas tinieblas vemos relaciones humanas que se resquebrajan, conductas sociales que se vuelven destructivas y sociedades que se desploman. Cuando comprendemos que nuestras relaciones afectivas en realidad carecen de un sustento físico-químico inevitable, entendemos que todo es como tiene que ser. No existe la obligación de vivir de tal o cual manera. Valoramos el quedarnos en silencio, apreciando las reacciones químicas en nuestro cerebro, nuestros cambios de humor y nuestras contradicciones. Valoramos de igual modo la soledad y la compañía. No sentimos obligación de amar o de conquistar a una persona, porque nuestra vida igual está donde tiene que estar, es perfecta en sí misma. No amamos por obligación, por compulsión o por miedo a la soledad. Si encontramos a alguien en nuestro camino, esa persona es bienvenida, nos acompañamos sin aferrarnos, sin urgencia, sin otorgar a ese vínculo una calidad que no puede tener: sabemos que ese vínculo no nos puede salvar de nada y que lo más probable es que en algún momento mute y desaparezca. Pero eso no nos enoja ni nos frustra. Vemos con claridad la carga que suponen nuestros temores, rencores y remordimientos. Somos lo que somos: un ente biológico que en algún momento va a morir. No hay reproches, la realidad es así. Entendemos que solamente hemos vivido como pudimos vivir, con un pié en las tinieblas, en un mar de obligaciones inventadas. Lentamente estamos en paz con nosotros mismos, pacificamos a nuestro entorno. Los sentimientos adheridos se perciben como innecesarios y distorsivos, son ecos de huellas químicas antiguas. Removidas las adherencias, las relaciones humanas se disfrutan: solo existen para ser disfrutadas, sin carga alguna que las estrese. Damos sin pretender nada a cambio, no buscamos placer, no buscamos felicidad, simplemente dejamos de buscar y somos. Se desnuda el estado de nirvana, que siempre estuvo ahí, frente nuestro, oculto por lo que nosotros percibíamos como la realidad. En ese momento entendemos que la aspiración más sensata es ser olvidado inmediatamente después de nuestra partida. Todo lo que dejemos, incluso estas palabras será devorado por el desierto. *** Hace unos días la crucé a María, o mejor dicho, ella cruzó delante de mí con su marido y con su pequeño hijo. Me sobresalté. Me quedé petrificado y los seguí a escondidas por dos cuadras, hasta el final de la plaza. De pronto frené. Los seguí con la mirada, hasta que doblaron en la avenida y se perdieron. Ya no me duele. Estoy cambiando.

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