domingo, 8 de marzo de 2009

Brevisima teoría del Universo (Parte I, tal vez única)


De acá en adelante voy a formular diversas aseveraciones, más o menos probables y más o menos comprobables; y a partir de allí voy a extraer una conclusión más o menos acertada. Esta conclusión puede ser opuesta a las que lleguen ustedes, e incluso puede ser opuesta a otras conclusiones a las que yo hubiera llegado previamente. Acá voy:
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El hombre es un animal que ha evolucionado.
En esa evolución intervino la selección genética en forma inevitable.
Actualmente el hombre es conciente de sí mismo, y es conciente de ser una parte del universo.
El hombre, al igual que otras especies, ha desarrollado una estrategia genética para sobreponerse a otras especies, a otros hombres, y a otros grupos de hombres.
Por lo tanto, la estrategia genética del hombre, desarrollada a nivel de interrelación entre grandes grupos, ha creado civilizaciones enteras, generando instituciones que faciliten su supervivencia en sociedad: formas políticas, organizaciones religiosas, jurídicas, filosóficas, sistemas matrimoniales, etc.
Podemos afirmar que somos una plataforma genética.
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No podemos vivir en el pasado, que ya dejó de ser, ni tampoco podemos vivir en el futuro, que todavía no es. Por lo tanto lo único razonable es vivir anclado en el presente. Pero esto es prácticamente imposible.
El hombre moderno es víctima constante del “horror vacui”, el siempre latente temor al vacío, el miedo existencial, el miedo a la muerte. Además existen otros miedos que corroen su disfrute del presente perfecto: el miedo a la vejez, a la decrepitud, a la enfermedad.
Ante esa certeza, el hombre abraza diferentes estrategias: una profunda, como ser la perpetuación de su legado genético. Otra más cercana a su conciencia, como ser abrazar empresas heroicas, que perpetúen su memoria más allá del aquí y ahora (fanatizarse con un club de fútbol o con un proyecto político).
Incluso el pensamiento espiritual puede ser comprendido como una necesidad humana de escapar al “horror vacui”.
El desarrollo de la religiosidad o de la espiritualidad puede ser comprendido como una forma de protección ante la certeza de la finitud.
En ese sentido, podríamos pensar que las religiones, le dan al hombre una herramienta de imposible comprobación: la resurrección y la reencarnación.
Podría comprenderse que nuestro sistema genético (ya que se encuentra en el origen de las construcciones sociales humanas) creo un sistema perfecto (religiones con resurrección y con reencarnación) que le evite al hombre la parálisis ante la certeza de la finitud.
Un ser autoconsciente, que sabe que va a desaparecer, bien podría abandonarse en la parálisis y no llevar a la especie hacia su desarrollo superador. Si nada tuviera sentido, entonces no valdría la pena el esfuerzo, que es lo que marcó a la humanidad. Y esta sería una pésima estrategia genética.
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Explorando este pensamiento, comprendemos que mejor hubiera sido entonces que nuestro sistema genético hubiera favorecido, o diseñado, un hombre con ningún sentimiento negativo hacia la extinción, sin ninguna angustia existencial. Seres que tan solo acepten lo inevitable y trabajen en conjunto como las hormigas o las abejas (hasta donde sabemos ni las hormigas ni las abejas, ni los perros, han desarrollado el pensamiento religioso; de todos modos debiéramos preguntarle a un perro para estar totalmente seguros).
Sin embargo, eso no pasó. Por alguna razón, el ser humano no ha desarrollado esa inhibición al “horror vacui”.
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Posiblemente, entonces, la religiosidad del ser humano escapa al mandato genético, y debe ser comprendida de otra manera. No como un escapismo, sino como una realidad con razones propias. ¿Pero que realidad? Tal vez sea una toma de conciencia.
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Todos estamos construidos de los mismos materiales que las estrellas lo están.
Ese material pequeñísimo, la materia entera y el ser humano son vibratorios (y posiblemente también lo sea su conciencia, ya que el pensamiento es energía).
El material del cual está compuesto un ser humano, continúa vibrando, aún después de muerto ese ser humano (los huesos siguen vibrando, aún cuando no tengan vida). Esa materia eventualmente abonará la tierra, nutrirá árboles, formará frutos, y alguna vez se incorporará otra vez a un ser humano.
Tal vez, en el patrón vibratorio de los átomos quede un registro de la memoria de cuando era anterior al ser que ahora forma (con independencia de si provenían de un ser conciente o no, si bien tal vez sea necesario que el átomo provenga de un ser con autoconciencia: en consecuencia, el ser humano –u otro ser autoconsciente- sería quién dote al universo de esa conciencia de si mismo).
Esa memoria vibratoria, que nos llega a través de los átomos, bien podría justificar la añoranza del origen, la añoranza de volver a ser parte de las estrellas, el volver al principio de todo, el volver a los que nos creó, el volver a lo que llamamos Dios (sea lo que fuera).
Esta memoria que nos remite a algo más grande, algo anterior a nosotros, algo que nos comprende a todos, podría ser el origen de las religiones y de la espiritualidad.
Creo que es el momento ideal para un Dry Martini, con tres aceitunas.